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viernes, 15 de abril de 2011

La mujer en la Antigua Grecia (3)

EL MATRIMONIO
La ceremonia del matrimonio en Atenas era una secuencia de eventos que abarcaba tres días: la víspera de la boda, προαυλία; el día de la boda, γάμος; el día después de la boda, τὰ ἐπαύλια. El mes preferido de los atenienses para celebrar los matrimonios era el de Gamelión -final de enero-principios de febrero en nuestro calendario.
En el transcurso de la vida de la mujer, el único día en que se convertía en protagonista social era el de su boda, programado de acuerdo con unos tradicionales preparativos y ceremonias organizados con el consentimiento paterno, por los padrinos, el παράνυμφος y la παρανύμφη. En cuanto el padre elegía a quien iba a ser el esposo de su hija, se fijaban los acuerdos económicos y la cuantía de la dote que él le entregaba y que podía ser reclamada en caso de repudio o divorcio. Se concertaba, de este modo, la promesa de boda (ἐγγύησις) y la joven, a partir de ese momento dejaba de ser πάρθενος (virgen) para convertirse en νυμφή (prometida o novia). Desde entonces, comenzaban los preparativos de la boda propiamente dicha (γάμος) que consistía en la entrega oficial, ante testigos, de la joven desposada a su marido.
Loutrophóros, Museo Arqueológico de Atenas
Los ritos propiciatorios, de despedida y de purificación comenzaban la víspera del día del enlace. Se iniciaban con los correspondientes sacrificios a los dioses protectores del hogar y de la fecundidad, así como a los patronímicos de la propia familia: Zeus, Hera, Ártemis, Apolo y Pitó (la persuasión). Después, se procedía a la preparación del banquete nupcial y al adorno de los carruajes que iban a emplearse en el cortejo de acompañamiento de la novia hasta la casa del marido. Entretanto, las amigas de la novia y los familiares más íntimos se dirigían en procesión a la fuente principal de la ciudad, en el caso de Atenas a la llamada Calírroe, a coger en una vasija ritual, llamada loutrophóros(λουτροφόρος), el agua precisa para el baño ritual de la novia que tenía lugar en el gineceo, antes de la boda. Allí se ungía, además, su cuerpo con aceites perfumados, se peinaban sus cabellos y se disponía su atuendo y el velo con el que debía recubrir su rostro durante la ceremonia.
Los regalos de parientes y amigos se acumulaban en la casa de la novia desde donde serían trasladados en los carros que componían el cortejo nupcial de los desposados que tenía lugar la noche de la boda o al día siguiente. Después de la ceremonia de entrega, se celebraba el banquete nupcial, con todo boato, aunque las mujeres se sentaban en el sitio que se les destinaba, separadas de los hombres. Se ofrecían de nuevo, sacrificios a los dioses para asegurar la fecundidad del matrimonio, salud y larga vida, una convivencia feliz y el alejamiento toda suerte de malos augurios. A los invitados se les ofrecían, además de exquisitas viandas, buenos vinos y selectas frutas, coronas de flores con las que adornarse, como señal de gozo y alegría. Tal  era, en algunos casos, el despilfarro en este tipo de celebraciones, que Solón se vio obligado a limitar con leyes suntuarias los gastos exagerados que originaban tanto las bodas como los funerales, sobre todo entre las gentes adineradas y de clase media que, haciendo dispendios por encima de sus posibilidades, llegaban a contraer deudas considerables.
La noche de bodas transcurría en el hogar de la novia, o ya en la del novio en un aposento engalanado a tal fin, el tálamos (θάλαμος). Su calidad erótica estaría en función de los lazos de afecto que unieran a los esposos, pero, al menos, la joven esposa no tenía miedo, ya que todas las niñas, en torno a los diez años, sufrían un ritual de iniciación  en el santuario de Ártemis Brauronia .
Templo de Braurón
A las arkteia (de ἄρκτος, oso -a), las “fiestas de la osa”, asistían las niñas vestidas de color azafrán, como exigía este ceremonial de tránsito a la pubertad, orgullosas de ser las protagonistas del primer acto social que a ellas se las dedicaba. Durante estas celebraciones aparecía una sacerdotisa cubierta con piel de oso. Las niñas ofrecían a la diosa sus vestidos virginales, los lazos de sus cabellos, sus juguetes, etc., y regresaban a sus casas sabiéndose dispuestas para el matrimonio 1.
Terminado el festejo, al caer la noche o al día siguiente de la boda, se organizaba el cortejo nupcial, es decir el traslado de la recién desposada a casa del marido, entre los gritos de alegría y el alboroto de los jóvenes que esperaban la salida de los novios a la puerta de la habitación donde habían compartido lecho por primera vez y cuya puerta había estado vigilada por un amigo del novio, el θυρωρός. Se hacían invocaciones rituales: ¡Himeneo, dios del himeneo! y una vez cargadas las carretas, la procesión se dirigía al nuevo domicilio. Si el traslado se hacía de noche, el cortejo se iluminaba por medio de antorchas. Al llegar a la nueva casa, la novia era recibida por los padres del marido. La madre ceñía la cabeza de su nuera una corona de mirto y derramaban sobre ella nueces e higos secos, le ofrecía un trozo del pastel nupcial, hecho con ajonjolí y miel, depositando, después, entre sus manos un membrillo, símbolo de fertilidad. Dicho membrillo se mantenía entre las ropas del ajuar de la desposada como un recuerdo del día de su boda y para alejar de ella los malos olores. El día siguiente o de “torna-boda”, aún se consideraba como una fiesta y se continuaban las invitaciones a los amigos y familiares, ya que era, entonces, cuando se hacía entrega de la dote prometida y se cerraban los últimos tratos. A continuación, el marido comunicaba a su fratría o estirpe su matrimonio y, a partir de entonces, se iniciaba una vida de embarazos y rutina para la mujer, ya que, incluso, le estaba vetado el ir de compras, cometido del que se encargaba el hombre de la casa. Con todo era su mejor destino, ya que en los casos de esterilidad se procedía a su repudio, totalmente aceptado por parte de sus progenitores.
Es obvio, que en las capas más bajas de la sociedad, en las que los padres no tenían la posibilidad de dar una dote a sus hijas, no podían hacer frente a este tipo de bodas y menos aún los esclavos. Por esta razón fueron frecuentes las uniones de hecho, con el consiguiente perjuicio para los hijos, ya que solamente tenían la categoría de ciudadanos los nacidos de matrimonios legales. En tales ambientes, además, las mujeres, en caso de mucha necesidad, podían establecer algún humilde puesto en el ágora, por lo general dedicado a la venta de verduras, frutas, perfumes o coronas de flores para las ceremonias y banquetes, ejercer como parteras, participar en determinadas tareas artesanales y en el trabajo de los campos.
La moral en uso permitía al hombre toda suerte de evasiones extraconyugales, tanto con heteras como con efebos, pero la castidad de la mujer era un hecho incuestionable. En caso de adulterio, la ley permitía al esposo ultrajado repudiar a la esposa y matar a su rival. Incluso, podía ejercer este derecho cuando la seducida era una de sus concubinas, la mayoría de las cuales vivían bajo su techo.
El sistema matrimonial ateniense contemplaba además de la muerte , tres formas de disolución:

1) el repudio por parte del marido, ἀποπέμψις o ἐκρέμψις, al que recurrían los maridos cuando lo deseaban, sin ninguna necesidad de justificar la razón, con la única consecuencia de restituir la dote,

2) El abandono del lecho conyugal por parte de la esposa, llamado ἀρόλειψις, forma permitida pero censurable socialmente,

3)La ἀφαίρεσις paterna, es decir, el acto por el que el padre decidía interrumpir el matrimonio de su hija.

Lo que marcaba el paso definitivo de la mujer a la familia del marido no era el matrimonio en sí, sino la procreación.

Dice Demóstenes que el hombre ateniense podía tener tres mujeres: la esposa para tener hijos legítimos, la concubina para “el cuidado del cuerpo”  y la hetera para el placer.

Pensando en la suerte que corrían las esclavas y las heteras o cortesanas, la mujer griega libre podía considerarse una afortunada. Las esclavas procedían, en su mayoría, de familias de “bárbaros” o extranjeros que por una razón u otra (guerras, toma de ciudades, piratería, compraventa) habían pasado a ser esclavos en las ciudades griegas y habían engendrado hijos, constituyendo familias sin derechos de hecho, pero si de uso. Las que disfrutaban de un mejor trato eran las domésticas, es decir las que se incorporaban al servicio de una casa acomodada, ya que en ella recibían, por lo general, un trato muy considerado.
Más educada que una mujer destinada al matrimonio, la hetera cobraba por una relación en cierta medida gratificante también bajo el perfil intelectual. Es diferente a la prostituta (πόρνη) que ejercitaba una profesión no prohibida por la ley (la masculina sí, si era ciudadano el que la ejercía) y que pagaba impuestos.


1) Según algunos autores rompían el himen de las niñas como parte del culto. González Serrano, P.: "La mujer griega a través de la iconografía doméstica", revista Akros, Melilla, 2003.

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